En mi infancia alternaba, vivir en el pueblo donde estaba la casa paterna, hacerlo en Banfield en la casa de mi abuela o en el campo de mi familia materna.
Pasaba largos períodos allí, andaba a caballo, recorría los lotes con los paisanos o mis primos, había muchas vacas. Pero lo que más me atraía de los animales era la parición de los corderos, se los veía envueltos en sus placentas y después que sus madres los lamían tomaban formas sus rulos blancos, por las noches aparecían los zorros y cuando recorríamos la parición al amanecer siempre encontrábamos corderos a medio comer, completamente ensangrentados.
Nunca supe ordeñar, eso lo hacía mi tío Floro o mi hermano Carlos, primos o algún gaucho. Mi primera tarea de muy chico, tres o cuatro años, fue darles el trigo y agua a las gallinas y recoger sus huevos, aunque no participaba del nacimiento de los pollitos.
Lo que más me gustaba era la actividad agrícola, el tractor, el arado, la cosechadora o la segadora, eran instrumentos que se me hacían enormes, complejos e inalcanzables. Mi tío era quien se ocupaba de su manejo y mantenimiento.
Para mi quien pudiera hacer esas actividades, estaba mas allá de cualquier persona común. Deseaba acompañarlo a todos lados, cuando salía a arar en pleno invierno, me preparaba una cama con bolsas de arpillera entre el guardabarros y el asiento del tractor, cuando me cansaba me acostaba a dormir allí, si tenía apetito, había un termo con chocolate caliente o café con leche. Me impresionaba como podía tirar una melga de arado de una punta a otra del campo y cuando giraba mi cabeza observaba una recta perfecta de tierra negra sobre el amarillo del pasto seco.
En la primavera los campos de lino se veían celestes; cuando el viento los mecía parecían lagos; en derredor los verdes de los trigales. A veces salíamos caminando con el veneno para matar a las hormigas.
Las charlas entre vecinos, invariablemente, se referían en algún momento al clima, si llovió, si estaba seco, la pedrada, el viento, la turbonada.
Cuando no había actividad, se jugaba al mus o al truco, se comían grandes pucheros de gallina, fideos amasados, estofados o guisos o se hacían asados, todo con carne de capón. Cuando se trabajaba se lo hacía las veinticuatro horas, hasta terminar, había que aprovechar cuando el clima era favorable; no estaba en ese momento para perder tiempo, se hacían minutas y la gente se rotaba día y noche para no parar las máquinas.
Mi tío era capaz de preparar el mejor dulce de leche del planeta, tenía la mano y los secretos, que seguramente otros vascos o franceses le habían transmitido.
Acompañarlo al pueblo en la chatita Chiva de color azul, era toda una ceremonia, nos bañábamos especialmente y nos vestíamos con lo mejor, pero hasta la ruta había una legua de tierra, cuando llegábamos a González Chávez o a Benito Juárez (en esa época no era Benito) había que sacudirse. A el lo trataban todos muy cordialmente, lo apodaban Florito o Vasco, se ve que le quedó de su niñez. Mi mayor premio en ese viaje era comprar galleta de campo y facturas.
Así transcurrían los días de fines de otoño hasta comienzos del verano, allí comenzaba la época de cosecha, pero eso merece otro capítulo.
Cuento mis sueños y mis recuerdos en Mar del Plata,Benito Juárez, Adolfo Gonzales Chaves, Tristán Suárez, Banfield,Buenos Aires. A partir de cosumir estas dosis de valium y rivotril antes de dormir
jueves, 24 de mayo de 2007
sábado, 5 de mayo de 2007
7.Acompañando a mi padre (recuerdo)
Solía mi padre, llevarme consigo a visitar pacientes. Salíamos en su vehículo, llegábamos a distintos pueblos, estancias, chacras, tambos, fábricas, casas humildes o suntuosas. Algunas veces teníamos que ir a la clínica o al hospital, para ver a quienes se recuperaban en los post operatorios, allí me quedaba en el auto durante horas que se me hacían interminables.
En los domicilios éramos recibidos con mucha cordialidad y preocupación. Cuando los enfermos no podían trasladarse, su situación era grave.
Los familiares acostumbraban a convidarme alguna golosina, a tomar la leche, a comer torta o facturas. Llegaba hasta la puerta del cuarto donde veía una persona muy sufrida recostada en su cama, generalmente muy arropada con los cobertores. Aunque no hablaban mucho su cara se expresaba extremadamente doliente y angustiada.
Observaba a mi padre sentarse a su lado, en la cama o en una silla, tenderle su mano con suavidad y tomar la del paciente. Les decía unas palabras, en voz muy baja; la cara de esta persona, se trastocaba y parecía verse un halo de esperanza en su expresión. Nunca pude escuchar ninguna de esas conversaciones, ya que me mantenía a distancia.
Luego de ésto, me hacían abandonar el cuarto, cerraban la puerta. Salía a jugar al patio, a ver las gallinas o me llevaban tocar los terneros.
De regreso a la vivienda, mi padre, habla con la familia. Algunas veces, les entrega dinero, quiero saber el motivo, me contesta:¡Sin remedios no se curan!. Fué la única vez que pregunté.
Me llama; tomándome de la mano me lleva al coche. Nos despedimos todos, luego nos volvemos a nuestro hogar.
Si se hicieron muchos domicilios o la estadía en el hospital fue muy larga, entramos por la sala de espera de mi casa, la que ya se encuentra llena de pacientes para el consultorio.
Comemos algo; él se va a trabajar. Deseaba mucho que yo también fuera médico, por eso cada vez que llegaba algún traumatizado, me hacía pasar al consultorio para ver como se hacían las suturas o como se hacía un yeso.
Creo que el mayor recuerdo que tengo de él, es que nunca por ningún motivo, se le negó a sus enfermos, creo que tenía el don de poderlos atenderlos en sus cuerpos y reconfortarlos en sus espíritus.
En los domicilios éramos recibidos con mucha cordialidad y preocupación. Cuando los enfermos no podían trasladarse, su situación era grave.
Los familiares acostumbraban a convidarme alguna golosina, a tomar la leche, a comer torta o facturas. Llegaba hasta la puerta del cuarto donde veía una persona muy sufrida recostada en su cama, generalmente muy arropada con los cobertores. Aunque no hablaban mucho su cara se expresaba extremadamente doliente y angustiada.
Observaba a mi padre sentarse a su lado, en la cama o en una silla, tenderle su mano con suavidad y tomar la del paciente. Les decía unas palabras, en voz muy baja; la cara de esta persona, se trastocaba y parecía verse un halo de esperanza en su expresión. Nunca pude escuchar ninguna de esas conversaciones, ya que me mantenía a distancia.
Luego de ésto, me hacían abandonar el cuarto, cerraban la puerta. Salía a jugar al patio, a ver las gallinas o me llevaban tocar los terneros.
De regreso a la vivienda, mi padre, habla con la familia. Algunas veces, les entrega dinero, quiero saber el motivo, me contesta:¡Sin remedios no se curan!. Fué la única vez que pregunté.
Me llama; tomándome de la mano me lleva al coche. Nos despedimos todos, luego nos volvemos a nuestro hogar.
Si se hicieron muchos domicilios o la estadía en el hospital fue muy larga, entramos por la sala de espera de mi casa, la que ya se encuentra llena de pacientes para el consultorio.
Comemos algo; él se va a trabajar. Deseaba mucho que yo también fuera médico, por eso cada vez que llegaba algún traumatizado, me hacía pasar al consultorio para ver como se hacían las suturas o como se hacía un yeso.
Creo que el mayor recuerdo que tengo de él, es que nunca por ningún motivo, se le negó a sus enfermos, creo que tenía el don de poderlos atenderlos en sus cuerpos y reconfortarlos en sus espíritus.
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