jueves, 26 de julio de 2007

12. Los fines de semana (recuerdo)

Aquellos comenzaban el viernes por la noche. Solían llevarme al Club Sportivo Tristán Suárez, Tamberos Unidos no existía aún, estaba la cancha de bochas, donde los vecinos jugaban como unos profesionales, cuidando la cancha, el uso de alpargatas, su nivelación y tapando los pocitos. Mientras se jugaba se picaba algo y se tomaba vermut del buffet de Adolfo, todo bajo el techo de las estrellas. Había un salón que servía para cine y bailes. Los partidos se desarrollaban amenos entre gritos y discusiones por un centímetro mas o menos para arrimarse al bochín. Un asiduo concurrente era el "Negro" Caraune, quien fuera boxeador y años mas tarde profesor mío de educación física, hoy ya no nos acompaña.
Los sábados había partido de basket, en la cancha sin techo, algunos de los jugadores también se los veía en el equipo de fútbol, tableros de madera, piso rojo oscuro, marcador con números pintados sobre chapas dispuestas como un cuaderno que movía sus hojas con el tanteador, las sillas plegables de madera o chapa bien pegadas a la linea de juego. No entraba un alfiler, la entrada era una pequeña puerta de chapa.
También cuando se podía se miraba el partido de fútbol, desde adentro o desde afuera, el alambrado que separaba las calles de tierra de la cancha tenía más de simbólico que de separación. A veces durante la semana se veía alguna vaca, caballo u oveja dentro de las instalaciones, almorzándose el pasto.
Con los chicos jugábamos a la pelota, Horacio, Juan Florencio; yo, al ser los más chicos siempre nos tocaba jugar al arco. Al tener menos de seis años y ser los jugadores mucho más corpulentos que nosotros, los veíamos pasar o a veces tomábamos la pelota cuando venía despacio. La canchita quedaba cruzando la vía entre unos árboles, luego venían las quintas de verdura.
Fuera del verano, los domingos, ívamos a ver a mi hermano al Colegio Salesiano Vilfrid Baron, que estaba en Ramos Mejía. Por aquellos tiempos se acostumbraba a que la gente de campo se la dejaba pupila, las escuelas quedaban lejos, y los viajes eran largos. Llevábamos un gran mantel, con cuadros pequeños: blancos, anaranjados y celestes, que se desplegaba sobre el pasto de inmensos jardines, donde compartíamos la merienda. Charlábamos, jugábamos, llevábamos ropa limpia y volvíamos con la sucia. La noticia de él mas triste que recibí fue que en la escuela le robaron una hermosa bicicleta de carrera que era su don preciado. Luego las despedidas. Si me portaba mal en la semana mi castigo era no ir a ver a mi hermano. Solo una vez no pude ir y me sirvió para siempre.
También mi padre como mi hermano eran muy hinchas de Boca Juniors, además de socios. Cuando Boca jugaba de local no dejábamos de ir a verlo. Siempre nos instalábamos en la bandeja de socios sobre el riachuelo. Ellos entraban con su carnet y yo lo hacía en brazos. Ivamos en el Dodge negro que se dejaba a algunas cuadras, si venía mi madre nos esperaba en el auto. Comenzábamos a caminar, pasábamos por la puerta de los bomberos, que tenían unos camiones rojos extraordinariamente brillantes, ellos estaban con sus uniformes en los portones de la vereda. Me extrañaba que la gente viviera en casas de más de un piso hechas de chapas. Algunas estaban pintadas de colores otras todas oxidadas.
Nos ubicábamos en la tribuna, donde se apreciaban cientos de pequeños escalinatas. Yo entraba sentado perfectamente, pero lo que me extrañaba era que entraban los jugadores y todos se paraban; así hasta que terminaba el primer tiempo, todos se sentaban, pasaban vendedores, luego a pararse nuevamente. El ruido al comienzo, con un gol o para alentar, no solo era fuerte, sino que retumbaba, sonaba como un coro, lo único que desentonaba era la voz estridente del estadio que anunciaba pastillas o impermeables.
Los espectadores venían con saco, o camisa, corbata, sombrero alguno con un pañuelo en la cabeza con cuatro nudos. Desde allá abajo no comprendía como toda esa gente en la demás tribunas no se cayera, porque los veía como colgados de una pared. Yo del partido miraba lo que podía, entre un bosque de personas mas grandes que yo. A la salida abrían unas rejas muy grandes desde donde venía una impresionante muchedumbre, pero también una catarata líquida por los escalones, que años después me enteré era orín, por lo pronto salíamos esquivando los charcos.
Para ver jugar a la pelota no había como el de mi pueblo, todos nos conocíamos, todos se saludaban, no había cemento solo algunas casas y campo alrededor, era como estar en casa

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