viernes, 28 de diciembre de 2007

17. Mis hermanos

Eramos tres hermanos y una hermana. Al fallecer mi padre, el mayor, Carlos, tenía doce años, el segundo que era yo, cinco años, el tercero, Miguel, tres años y mi hermana,Teresa, dos.
De aquella primera niñez, recuerdo muchísimo a Carlos, poco a Miguel y solo en la cuna a Teresa.
A Carlos solía cubrirlo en sus errores, o si estaba de mal humor denunciarlo ante mis padres. Eramos muy compinches. El me llevaba a jugar a la pelota, quien me hacía atender en la casa de sus numerosas amigas, él aparentaba ser mucho mayor de lo que era; tenía mucho éxito con ellas. Andaba en una hermosa bicicleta de carrera, la que le fue suspendida luego que un vecino avisó en casa que se colgaba de los camiones para montar en ella sobre la ruta.
En los carnavales nos disfrazábamos de vaqueros, con revólveres a cebita y todo.
Nos separaban cuando empezaba el colegio, pero siempre nos veíamos los domingos o en vacaciones.
Miguel se dedicaba a sus chiches; andaba por la planta baja de nuestra casa, era demasiado tranquilo, a él lo vivía molestando, le pegaba en la cabeza cuando lo tenía cerca o le hacía zancadilla para que tropezara, lloraba a los gritos e inmediatamente me escondía debajo de la cama o detrás de los cortinados para no ser castigado. Yo era el promotor de todas las travesuras infantiles, colgarme y hamacarme de las cortinas, impulsar los cochecitos a las paredes, tirarle las cañas al vecino que tenía una quinta de tomates. Hasta un día empujé a la niñera por el paredón medianero, cayó sobre unos malvones y en su caída recuerdo que trataba de aferrarse a la pared.
Teresita siempre en su cuna, cubierta por un tul, en cierta ocasión bamboleándome en el cortinado, hice caer sobre su cunita la maderas que sostenían los rieles.
Normalmente mis castigos consistían en quedarme un rato mirando un rincón de la habitación, unos chirlos en las nalgas, o me encerraban en el baño del personal de servicio, donde me encargaba de abrir todas las canillas hasta inundarlo, de todos modos pienso que le dolía más a mis padres castigarme que a mí mismo. Ellos eran de salir todas las noches que podían y el no llevarme, junto con no ver el domingo a mi hermano, eran los peores castigos.
Los tiempos cambiaron mucho, hoy tengo dos hijos, no empleo aquellos métodos con ellos, lo hago por convicción. ¿Estaré equivocado? ¿Mis padres se habrán equivocado? ¿ Cada cual en su momento hizo lo correcto?
Aquella, a la distancia, parece una familia monolítica. Espero que mis hijos puedan decir lo mismo dentro de muchos años.

lunes, 3 de diciembre de 2007

16. La Conversación (actualidad)

Esta mañana estuve con Rafa, como todos los lunes, por aproximadamente una hora. Pero luego seguí hablando con vos, a punto tal que a mi regreso no pude leer dos palabras de mi libro.
Esta conversación virtual se desarrolló por el hecho de hacerme una observación propia de un tonto, que no corresponde a un egresado del "Cole", ni de la U.B.A.,mas bien parece una táctica para hacerse de información.
No sé si lo deseo o no, pero continuamente analizo cada una de las palabras de las entrevistas.
Así estuve de cabildeos y refutaciones, planteándome si no desarrollabas un paralogismo. Llegué a la estación de Monte Grande, debía concurrir a la oculista. Para ello previamente debería comprar un bono de consulta. Al llegar a la oficina me informan que el sistema cambió y el bono lo pago y lo confeccionan en el consultorio, su valor es de diez pesos.
Me entrevisto con la secretaria de la oftalmóloga y me dice que debo venir con un bono ya pagado de dos pesos con cincuenta centavos, ellos no reciben dinero por ese trámite de la obra social. Le digo que hace diez años que me atiendo con ésta médica; éste planteo estaba fuera de lugar, la señora lo consulta con la oculista. Ella me manda a decir que compre el bono y tome otro turno. Respondí : "¡ No me anotes, voy a tomar otra oculista !".
Tan poca vocación me hace pensar que para ella es lo mismo mirar mis ojos que cocinar dos huevos fritos.
Con esto pude terminar toda mi oratoria interna diaria.

miércoles, 31 de octubre de 2007

15. Porqué nací (relato)

Esto que voy a contar no lo he vivido, si no por cuestiones que no hace falta explicar, me lo contaron.
Acerca de cómo se conocieron mi padre y mi madre.
Eran los años 50´, la familia de mi mamá vivía en Banfield, cierto día una tía mía, hoy fallecida, se encierra en el baño del chalet donde vivían, comienzan a llamarla y repentinamente se escucha el estampido de un disparo de arma de fuego. Se había parado frente al espejo, se apuntó al corazón, al parecer no lo hizo con certeza; el proyectil le pasó por el costado y salió por la espalda.
Ante tal circunstancia, la llevan de urgencia al hospital Gandulfo de Lomas de Zamora, ese día mi padre era el médico cirujano que estaba de guardia.
Luego de horas de operación, tras levantarle un par de costillas, logran limpiarla, estabilizarla, internarla y salvarla, luego siguió su vida y nos dejó hace unos cinco años.
A partir de allí, mi madre, concurre a visitar a su hermana al hospital, entablando una relación con mi padre.
Aparentemente fue un amor a primera vista, mi abuela paterna no estaba de acuerdo con ésto, mi padre tenía una relación consolidada anterior y debió romperla sorpresivamente, pero siguieron adelante y se casaron rápidamente. Se fueron a vivir a Tristán Suárez, donde ella con sus más de 80 años aún está en su casa. La misma donde parió a sus hijos y quien fuera el amor de su vida los recibió al nacer en su propia cama.
Si es verdad que se trasciende a través de los hijos, ellos lo lograron, y uno desde el cielo y la otra desde su hogar, pueden decir que en el futuro nosotros mantendremos su llama viva.

miércoles, 3 de octubre de 2007

14. La Navidad (recuerdo)

En el jardín de mi casa existía un gran pino de navidad, rodeado de un muy verde césped, contra las paredes medianeras y en innumerables macetas se veían abigarradas flores, de las que mi madre era su mentora.
La reunión se desarrollaba entre el jardín y la sala de estar que daba a éste, por cierto ambos muy amplios.
Los invitados eran innumerables, comenzando por familiares y amigos, a mi padre le gustaba tener a todos reunidos, en particular a mi vecino Volpini, había venido de la guerra y no tenía familia, es sastre, vestía un inmaculado saco blanco y pantalones obscuros, toda la elegancia italiana y su bigote finito.
Para mí ese árbol era gigantesco, salpicado de cientos de guirnaldas, que no solo prendían y apagaban, sino que además tenían formas de muñecos, casas, flores, frutas y otras.
Recuerdo a mis tías y a la mayoría de las damas, vestidas de largo, con guantes que pasaban de los codos, algunas con sombreros, sus espaldas y pechos se mostraban generosamente. Los hombres estaban con trajes o frac, los niños con camisas y pantalones cortos o polleras y blusas.
En la mesa reposaba un lechón u otro animal asado, sandwiches, saladitos; todas esas frutas que se acostumbran en las zonas frías: avellanas, nueces, orejones y más. Las copas para la cena y para el brindis estaban sobre un inmenso mantel blanco.
Mientras los caballeros y las mujeres hablaban en pequeños grupos diseminados en el lugar de reunión, nosotros nos dedicábamos a correr entre la gente. No nos sentábamos alrededor de una mesa, la reunión se desarrollaba en el parque y los living, quien quería sentarse simplemente tomaba una silla.
Al llegar al doce de la noche, mi hermano Carlos con las botellas vacías armaba las rampas para tirar las cañitas voladoras. Se apagaban las luces todos brindaban y se saludaban, solo centelleaban las guirnaldas, luego se prendían a giorno todas las luces, mi padre decía palabras sentidas hacia todos.
Comenzaba a llegar una innumerable cantidad de pacientes y vecinos a dar sus saludos, las puertas de casa estaban abiertas.
Yo de a ratos me dormitaba en alguna silla, hasta que se hacía el amanecer, y los invitados comenzaban a retirarse.
Me parecía una noche espectacular e interminable, para mí era una fiesta, no tenía idea de acerca del significado de la fecha. Pero era lo más fastuoso que tenga como recuerdo de mis primeros años.

viernes, 10 de agosto de 2007

13. Los carnavales (recuerdo)

Por aquellos años los carnavales duraban cuatro días corridos. A mi siempre me encontraron en el campo, excepto una vez que estuve en Tristán Suárez. Esta mi padre nos hizo disfrazar de cowboy a mi hermano y a mi; nos hizo sacar una foto
En el campo era distinto, la fiesta más grande después de la cosecha. Caían allí por febrero.
Siempre íbamos a Benito Juárez, ya que Gonzales Chavez quedaba más cerca pero allí no había demasiado entusiasmo.
Por las tardes salían las camionetas por el pueblo generalmente con más muchachos que chicas; se cargaba agua en cuanto tacho o balde se pudiera conseguir. No existía la espuma, pero si los globitos. La tarea de llenarlos y acomodarlos en los baldes demandaba su tiempo.
Las guerras de carnaval se daban a la hora de la siesta con pleno calor. Se arrojaban agua de un vehículo a otro, o a ocacionales transeúntes. A veces se bajaban a la acera o a la vereda y allí se armaban batallas entre varios grupos. Si el agua se terminaba se le pedía al vecino más cercano para recargar permiso para que preste una canilla.
El blanco mas fácil eran las chicas que volvían a sus trabajos en la hora de tarde, el pedido más oído era "¡ No me mojen voy a trabajar!", estas palabras desataban un feroz aguacero. He visto personas cambiarse varias veces.
Otro lugar para tirar agua eran las azoteas de las casas, no había edificios de alto, ni balcones, pero repentinamente quien caminaba tranquilamente por la vereda, se encontraba con un chaparrón encima.
Normalmente salía con mis primos y primas, yo era el mas chico, ya entrada la tarde y comenzando la noche, los que se disfrazarían luego, se iban hasta la municipalidad para conseguir unos permisos.
Por la noche comenzaba el corzo, las carrozas daban la vuelta alrededor de la rambla de la avenida, desde el club Alumni hasta un poco antes de llegar a las vías, no se cobraba ninguna entrada, los más chicos caminábamos entre la gente, los muy mayores daban la vuelta del perro en sus vehículos junto a las carrozas, los jóvenes entre disfrazados y no trataban de saber quien estaba detrás de la máscara diciendo: "¡Yo te conozco!" o "¡Vos sos tal persona!".
Estaba prohibido tirarse agua, solo algunos pomos que se escondían, papel picado púrpura y serpentinas. Había como una radio, hecha con alto parlantes, a lo largo del trayecto, el locutor estaba en el medio y al paso de las comparsas o las carrozas las nombraba, nombraba a los niños perdidos para que los fueran a buscar sus padres o saludaba a algún vecino.
Mucha gente en lugar de caminar se sentaba en la mesas de la vereda de algún bar, en especial recuerdo el Castilla, bebían fernet, ginebra o algún vermout, allí estaban decenas de platitos de metal llenos de ingredientes.
A las doce sonaba la sirena de los bomberos o una bomba. Terminaba el corzo y comenzaba el baile. No había boliches como ahora, se hacían en los clubes: Dependientes, Alumni y otros, los disfrazados podían entrar con esas ropas.
El baile no era con discos, solo para los intermedios, ni ningún medio electrónico, había orquesta en vivo, la primera vez que fuí me sorprendió muchísimo la orquesta que tocaba cumbia, tango, algún melódico o rock, era siempre con los mismos artistas, en los intermedios, se cambiaban de ropa y al bombo del baterista le cambiaban el nombre de la banda. Pero el que cantaba cumbia, tambien tango y lo demás.
En el momento del rock o del tango siempre había alguna pareja que se lucía frente al resto y realmente se paraban para verlos bailar, inclusive algunos venían vestidos con la ropa para lo que le gustaba bailar.
Yo no tenía seis años, entraba y salia con mis primos, cuantas veces quisiera, inclusive se podía en una noche ir de un club a otro, las "mascaritas" no pagaban entrada. Hoy dejo a mis hijos salir a bailar y vivo preocupado hasta que regresan, se venden muchas drogas, se reparte alcohol indiscriminadamente y se inventaron unos señores fornidos que se dedican a romper cabezas a menores de edad, ¿Tanto precio por un poco de diversión?

jueves, 26 de julio de 2007

12. Los fines de semana (recuerdo)

Aquellos comenzaban el viernes por la noche. Solían llevarme al Club Sportivo Tristán Suárez, Tamberos Unidos no existía aún, estaba la cancha de bochas, donde los vecinos jugaban como unos profesionales, cuidando la cancha, el uso de alpargatas, su nivelación y tapando los pocitos. Mientras se jugaba se picaba algo y se tomaba vermut del buffet de Adolfo, todo bajo el techo de las estrellas. Había un salón que servía para cine y bailes. Los partidos se desarrollaban amenos entre gritos y discusiones por un centímetro mas o menos para arrimarse al bochín. Un asiduo concurrente era el "Negro" Caraune, quien fuera boxeador y años mas tarde profesor mío de educación física, hoy ya no nos acompaña.
Los sábados había partido de basket, en la cancha sin techo, algunos de los jugadores también se los veía en el equipo de fútbol, tableros de madera, piso rojo oscuro, marcador con números pintados sobre chapas dispuestas como un cuaderno que movía sus hojas con el tanteador, las sillas plegables de madera o chapa bien pegadas a la linea de juego. No entraba un alfiler, la entrada era una pequeña puerta de chapa.
También cuando se podía se miraba el partido de fútbol, desde adentro o desde afuera, el alambrado que separaba las calles de tierra de la cancha tenía más de simbólico que de separación. A veces durante la semana se veía alguna vaca, caballo u oveja dentro de las instalaciones, almorzándose el pasto.
Con los chicos jugábamos a la pelota, Horacio, Juan Florencio; yo, al ser los más chicos siempre nos tocaba jugar al arco. Al tener menos de seis años y ser los jugadores mucho más corpulentos que nosotros, los veíamos pasar o a veces tomábamos la pelota cuando venía despacio. La canchita quedaba cruzando la vía entre unos árboles, luego venían las quintas de verdura.
Fuera del verano, los domingos, ívamos a ver a mi hermano al Colegio Salesiano Vilfrid Baron, que estaba en Ramos Mejía. Por aquellos tiempos se acostumbraba a que la gente de campo se la dejaba pupila, las escuelas quedaban lejos, y los viajes eran largos. Llevábamos un gran mantel, con cuadros pequeños: blancos, anaranjados y celestes, que se desplegaba sobre el pasto de inmensos jardines, donde compartíamos la merienda. Charlábamos, jugábamos, llevábamos ropa limpia y volvíamos con la sucia. La noticia de él mas triste que recibí fue que en la escuela le robaron una hermosa bicicleta de carrera que era su don preciado. Luego las despedidas. Si me portaba mal en la semana mi castigo era no ir a ver a mi hermano. Solo una vez no pude ir y me sirvió para siempre.
También mi padre como mi hermano eran muy hinchas de Boca Juniors, además de socios. Cuando Boca jugaba de local no dejábamos de ir a verlo. Siempre nos instalábamos en la bandeja de socios sobre el riachuelo. Ellos entraban con su carnet y yo lo hacía en brazos. Ivamos en el Dodge negro que se dejaba a algunas cuadras, si venía mi madre nos esperaba en el auto. Comenzábamos a caminar, pasábamos por la puerta de los bomberos, que tenían unos camiones rojos extraordinariamente brillantes, ellos estaban con sus uniformes en los portones de la vereda. Me extrañaba que la gente viviera en casas de más de un piso hechas de chapas. Algunas estaban pintadas de colores otras todas oxidadas.
Nos ubicábamos en la tribuna, donde se apreciaban cientos de pequeños escalinatas. Yo entraba sentado perfectamente, pero lo que me extrañaba era que entraban los jugadores y todos se paraban; así hasta que terminaba el primer tiempo, todos se sentaban, pasaban vendedores, luego a pararse nuevamente. El ruido al comienzo, con un gol o para alentar, no solo era fuerte, sino que retumbaba, sonaba como un coro, lo único que desentonaba era la voz estridente del estadio que anunciaba pastillas o impermeables.
Los espectadores venían con saco, o camisa, corbata, sombrero alguno con un pañuelo en la cabeza con cuatro nudos. Desde allá abajo no comprendía como toda esa gente en la demás tribunas no se cayera, porque los veía como colgados de una pared. Yo del partido miraba lo que podía, entre un bosque de personas mas grandes que yo. A la salida abrían unas rejas muy grandes desde donde venía una impresionante muchedumbre, pero también una catarata líquida por los escalones, que años después me enteré era orín, por lo pronto salíamos esquivando los charcos.
Para ver jugar a la pelota no había como el de mi pueblo, todos nos conocíamos, todos se saludaban, no había cemento solo algunas casas y campo alrededor, era como estar en casa

martes, 10 de julio de 2007

11. Relatos de inmigrantes increíbles(recuerdo)

Antes de los años ´60 habían venido desde Europa muchas personas, huyendo de la guerra. Solían contar algunas de sus experiencias allí, la mayoría había sido soldado.

En Tristán Suárez estaba mi vecino Osvaldo, italiano, quien aún vive en el pueblo y hasta que su vista se lo permitió, ejerció su profesión de sastre. Aunque yo era muy chico y él no deseaba recordar solía hablar de su nefasta experiencia en un campo de prisioneros en U.S.A., siempre decía que allí de cualquier persona normal se podía esperar cualquier cosa: mentiras, traiciones y asesinatos

En Monte Grande vivía el padre de Vicente,también italiano, él como soldado también estubo prisionero, en cierta oportunidad contó, cómo a un compañero delator de los americanos en el campo, lo querían matar, y como no tenían nada con que hacerlo, rompieron un botella y lo cortaron todo en lonjas.

También allí vivía el padre de Fifo, él había sido coronel del ejército italiano, su compañía era de mil quinientos hombres, que en realidad eran adolescentes. Una noche fueron emboscados por los turcos en una hondonada, sus soldados desertores eran ejecutados inmediatamente. Luego de pasar toda la noche bajo el fuego de ametralladoras, los enemigos no permitían su rendición,
solo quedaron cinco combatientes de mil quinientos, los que fueron hechos prisioneros.

En Ezeiza vivía Gravol y su esposa, luego de la guerra huían de los boches, para ellos Stalin era peor que Hitler. El como soldado se dedicaba a reparar grandes hornos eléctricos, ella en su patria sufría la peor de las hambrunas. Al caer prisionero de los rusos fue golpeado de un culatazo en la cabeza del que sufrió desmayos hasta su último día en la argentina y una herida de fusil en la pierna que le produjo una laceración de por vida. Cayó prisionero y fue enviado a Siberia, comían un pedazo de remolacha cruda por día, al terminar la guerra su esposa lo recibió en Berlín, en un tren de carga, en un estado que era mayor el peso de sus piojos que el de su propia humanidad.

En el campo en Benito Juárez, conocí a José, de profesión albañil, solía relatarnos atrocidades de la guerra en Italia, pero lo que más me impresionaba era que nos contaba que el hambre era tal, que para llenarse el estómago comían pasto; su comida consistía en ratas, por las que se peleaban por tener una y si no había nada hervían las suelas de los zapatos y luego las comían.

Un maestro de esgrima húngaro, Goronski, luchaba también contra los boches, ellos se movían por el bosque a caballo, y los aviones americanos y británicos les arrojaban bombas de fósforo, este no se apagaba ni tirándose al agua y llegaba a calcinar hasta el hueso. Quien era alcanzado le pedía a sus compañeros que lo maten.

Gregorio era polaco, fanático hincha de Banfield, al igual que su hermano, cuando jugaba contra Boca siempre me llevaba a la cancha. A los dieciséis años pudieron venirse a nuestro país, arreglándoselas solos. El resto de su familia se debió quedar, hombres, mujeres y niños, todos fueron a Auschwitz a la cámara de gas y luego a los hornos. Aquí hizo fortuna, era una buena persona. Cada vez que lo miraba, su familia nueva le hacía resplandecer el rostro, pero sus recuerdos en el alma le hacían derramar una lágrima.

Estas son personas que en mi niñez contaban de la odiosa muerte o de las miserias del hombre, aunque para mí eran solo historias, para ellos era la puñalada que la vida les había dado en algún momento y cuya cicatriz jamás se borraría. Que nunca vuelva a ocurrir.

viernes, 22 de junio de 2007

10. Mi vida en la ciudad, Banfield (recuerdo)

Así como pasaba temporadas en mi casa familiar y en el campo, también lo hacía en la casa de mi abuela, Que quedaba en la ciudad de Banfield.
Por aquellos años quien tenía campo, debía tener una casa por la Capital. Mi tío quedó en Juárez; sus hermanas y primas vinieron a la ciudad.
Era un chalet muy grande, de esos de tipo inglés, que la compañía de ferrocarriles daba a sus gerentes. Techo de tejas, amplios jardines, dormitorios y living donde al paso se escuchaba el crujir de las maderas. Existía un piano de pared que tocaba mi madre y una tía. En el fondo un gallinero con una inmensa higuera donde acostumbraba a treparme y un perro guardián que un día desnudó a una persona que pasaba por la vereda, pero que era muy amigo mío.
La calle era totalmente adoquinada, existían vendedores que circulaban con sus carros, y hacían un ruido muy particular al roce del aro metálico de la rueda contra el piso. Estos podían ser el lechero, el heladero, algún verdulero, el botellero y el afilador que andaba con una extraña bicicleta y se anunciaba con una armónica. Acompañaba a mis tías a la despensa o almacén, donde no se pagaba con dinero, se anotaba en una libreta negra, asimismo en la panadería, las revistas las anotaba el kioskero, todos estos lugares se los conocía como lo de don "José", don "Pedro" y otros , algunos días se instalaba la feria llena de carpas blancas y donde se exhibía todo lo que se pueda ocurrir, allí generalmete se compraba el pescado.
A veces no había agua y en la siguiente cuadra donde vivía otra tía a veces había agua.
Vivía en la calle Vieytes, desde allí nos tomábamos un colectivo hasta la estación, con mi tía Sara; comenzaba a cambiar el mundo. Subíamos al tren, que era con vagones de primera todos con asientos de cuero, o de segunda con asientos de madera. Pero lo más emocionante era luego abordar el tranvía, ese maquinista me parecía todo un audaz, manejando la mole de hierro entre toda esa maraña de autos negros, se podía ver al ciudad de Buenos Aires con las ventanillas al aire libre,
viajaba despacio y siempre tocaba la campana, en ocasiones se escuchaba el chisporroteo contra la catenaria. Luego llegaron los trolebuses, pero no eran lo mismo.
Los edificios era tan o más altos que en Mar del Plata, pero de tonos grises, todas las vidrieras y ventanas tenían toldos de lona y los transeúntes si eran varones vestían de saco y corbata; si eran mujeres con ropas obscuras y sombreros.
Nuestro destino era: el Jardín Zoológico o el cine Los Ángeles, donde para mi pasaban las mejores películas de dibujitos animados del mundo.
Luego de nuestra salida, regresábamos en subterráneo, ¡que velocidad para volver!, luego tren.
Ya en el barrio, las calles no estaban muy iluminadas, a mi tía la esperaba su novio, del cual yo tenía muchos celos, con su moto estacionada en el jardín.
En aquellos años se creía que las mujeres eran para tener hijos y cuidar la casa, no se las apoyaba en el estudio, porque "era cosa de hombres".
Hoy a los años miro aquello; ¿mi abuela no se equivocó o se cumplió con la costumbre?, sus cuatro hijas y su sobrina consiguieron esposos profesionales universitarios, su hijo siguió trabajando en el campo. Ella también cumplió su misión, siendo la hija mayor de una familia numerosa y acaudalada, era la preferida de su padre, dedicó su vida a gastar cuanto dinero tenía cerca, a no hacer nada y a lograr que sus descendientes cumplieran la tradición. Aunque luego la sociedad cambió desde sus raíces.

martes, 12 de junio de 2007

9.Mi vida en el campo en los veranos(recuerdo)

Luego de entrada la primavera, se disponía todo para la cosecha. Se reparaba la maquinaria, se limpiaban los galpones, se hacían los contra fuegos, se miraba el cielo para que mande las últimas lluvias y luego hiciera el calor abrasador y la sequía necesaria para que madurara bien el cereal
Yo ayudaba a mi tío Floro en el arreglo de la maquinaria, alcanzándole las herramientas para el trabajo de mecánico, o cuando venía algún conocido o vecino le debía cebar mate.
Ya casi comenzada la cosecha comenzaba a venir gente de todos lados, para recoger las bolsas del campo, se hacía en una chata playa, que en un principio era tirada por caballos y luego por tractor.
La cosechadora era una Dehering 11, que en sus años mozos era remolcada por una cantidad enorme de caballos y luego fue reformada para ser tirada por tractor.
La temperatura del aire era muy alta y éste era seco, mi primo Cacho manejaba el tractor, mi tío Alfonso cocía las bolsas y el Negro Guillermo le ayudaba. La plataforma de cocido tenía un tobogán por el que se arrojaban las bolsas al suelo, mi diversión consistía en montarme en una para deslizarme y caer con ellas. La máquina trabajaba a paso de hombre, por lo que se la podía alcanzar.
En la trilla, se veían muchas perdices pichonas y liebres bebés que se las podía correr y tomarlas, aunque siempre las devolvíamos al rastrojo.
No me dejaban durante la siesta salir de la casa, debía dormir. Luego a la tardecita llevábamos el mate cocido con galleta. En otros horarios les alcanzaba agua para poder soportar el calor.
A última hora les daba de comer a las gallinas y juntaba sus huevos de sus nidos.
Los días que se carneaba capón, la cena eran achuras o asado. Allí toda la gente se reunía.
A mi particularmente me gustaba desayunar abundantemente a la mañana, no me gustaban mucho los caballos, pese a que teníamos uno llamado Picaso muy manso al que le hacíamos bajar la cabeza para montarlo por adelante, a mi me gustaban las máquinas.
Cuando nos podíamos escapar, nos íbamos a la playa de Necochea o a Claromecó, pasábamos un par de días y regresábamos.
Todo se terminaba, cuando los camiones se llevaban las bolsas. Pero igual se seguía con la pastura para los animales
Nuestro vecino tenía una laguna inmensa, allí miraba: flamencos, cigüeñas, chajás, gallaretas, patos, nutrias y cuanto animal podía imaginar. También campeaban los ñandúes con sus charitos y era divertido verlos correr y repentinamente cambiar su dirección abriendo los alones.
No me alcanzaba el día para vivir y sentir todo lo que pasaba a mi alrededor ¿ Acaso necesitaba algo más para ser feliz?

jueves, 24 de mayo de 2007

8.Mi vida en el campo , Benito Juárez, Adolfo Gonzales Chaves(recuerdo)

En mi infancia alternaba, vivir en el pueblo donde estaba la casa paterna, hacerlo en Banfield en la casa de mi abuela o en el campo de mi familia materna.
Pasaba largos períodos allí, andaba a caballo, recorría los lotes con los paisanos o mis primos, había muchas vacas. Pero lo que más me atraía de los animales era la parición de los corderos, se los veía envueltos en sus placentas y después que sus madres los lamían tomaban formas sus rulos blancos, por las noches aparecían los zorros y cuando recorríamos la parición al amanecer siempre encontrábamos corderos a medio comer, completamente ensangrentados.
Nunca supe ordeñar, eso lo hacía mi tío Floro o mi hermano Carlos, primos o algún gaucho. Mi primera tarea de muy chico, tres o cuatro años, fue darles el trigo y agua a las gallinas y recoger sus huevos, aunque no participaba del nacimiento de los pollitos.
Lo que más me gustaba era la actividad agrícola, el tractor, el arado, la cosechadora o la segadora, eran instrumentos que se me hacían enormes, complejos e inalcanzables. Mi tío era quien se ocupaba de su manejo y mantenimiento.
Para mi quien pudiera hacer esas actividades, estaba mas allá de cualquier persona común. Deseaba acompañarlo a todos lados, cuando salía a arar en pleno invierno, me preparaba una cama con bolsas de arpillera entre el guardabarros y el asiento del tractor, cuando me cansaba me acostaba a dormir allí, si tenía apetito, había un termo con chocolate caliente o café con leche. Me impresionaba como podía tirar una melga de arado de una punta a otra del campo y cuando giraba mi cabeza observaba una recta perfecta de tierra negra sobre el amarillo del pasto seco.
En la primavera los campos de lino se veían celestes; cuando el viento los mecía parecían lagos; en derredor los verdes de los trigales. A veces salíamos caminando con el veneno para matar a las hormigas.
Las charlas entre vecinos, invariablemente, se referían en algún momento al clima, si llovió, si estaba seco, la pedrada, el viento, la turbonada.
Cuando no había actividad, se jugaba al mus o al truco, se comían grandes pucheros de gallina, fideos amasados, estofados o guisos o se hacían asados, todo con carne de capón. Cuando se trabajaba se lo hacía las veinticuatro horas, hasta terminar, había que aprovechar cuando el clima era favorable; no estaba en ese momento para perder tiempo, se hacían minutas y la gente se rotaba día y noche para no parar las máquinas.
Mi tío era capaz de preparar el mejor dulce de leche del planeta, tenía la mano y los secretos, que seguramente otros vascos o franceses le habían transmitido.
Acompañarlo al pueblo en la chatita Chiva de color azul, era toda una ceremonia, nos bañábamos especialmente y nos vestíamos con lo mejor, pero hasta la ruta había una legua de tierra, cuando llegábamos a González Chávez o a Benito Juárez (en esa época no era Benito) había que sacudirse. A el lo trataban todos muy cordialmente, lo apodaban Florito o Vasco, se ve que le quedó de su niñez. Mi mayor premio en ese viaje era comprar galleta de campo y facturas.
Así transcurrían los días de fines de otoño hasta comienzos del verano, allí comenzaba la época de cosecha, pero eso merece otro capítulo.

sábado, 5 de mayo de 2007

7.Acompañando a mi padre (recuerdo)

Solía mi padre, llevarme consigo a visitar pacientes. Salíamos en su vehículo, llegábamos a distintos pueblos, estancias, chacras, tambos, fábricas, casas humildes o suntuosas. Algunas veces teníamos que ir a la clínica o al hospital, para ver a quienes se recuperaban en los post operatorios, allí me quedaba en el auto durante horas que se me hacían interminables.
En los domicilios éramos recibidos con mucha cordialidad y preocupación. Cuando los enfermos no podían trasladarse, su situación era grave.
Los familiares acostumbraban a convidarme alguna golosina, a tomar la leche, a comer torta o facturas. Llegaba hasta la puerta del cuarto donde veía una persona muy sufrida recostada en su cama, generalmente muy arropada con los cobertores. Aunque no hablaban mucho su cara se expresaba extremadamente doliente y angustiada.
Observaba a mi padre sentarse a su lado, en la cama o en una silla, tenderle su mano con suavidad y tomar la del paciente. Les decía unas palabras, en voz muy baja; la cara de esta persona, se trastocaba y parecía verse un halo de esperanza en su expresión. Nunca pude escuchar ninguna de esas conversaciones, ya que me mantenía a distancia.
Luego de ésto, me hacían abandonar el cuarto, cerraban la puerta. Salía a jugar al patio, a ver las gallinas o me llevaban tocar los terneros.
De regreso a la vivienda, mi padre, habla con la familia. Algunas veces, les entrega dinero, quiero saber el motivo, me contesta:¡Sin remedios no se curan!. Fué la única vez que pregunté.
Me llama; tomándome de la mano me lleva al coche. Nos despedimos todos, luego nos volvemos a nuestro hogar.
Si se hicieron muchos domicilios o la estadía en el hospital fue muy larga, entramos por la sala de espera de mi casa, la que ya se encuentra llena de pacientes para el consultorio.
Comemos algo; él se va a trabajar. Deseaba mucho que yo también fuera médico, por eso cada vez que llegaba algún traumatizado, me hacía pasar al consultorio para ver como se hacían las suturas o como se hacía un yeso.
Creo que el mayor recuerdo que tengo de él, es que nunca por ningún motivo, se le negó a sus enfermos, creo que tenía el don de poderlos atenderlos en sus cuerpos y reconfortarlos en sus espíritus.

miércoles, 25 de abril de 2007

6.El concurso

Nos encontramos en la secretaría de la escuela donde me molieron a golpes. El motivo se debe a que debemos concursar por un cargo.
Estamos el director, la secretaria, la otra profesora que oposita, un ayudante; yo.
La profesora realiza un extenso argumento en favor de sus virtudes y capacidades. Yo, sabiendo que ni siquiera era profesora, debido al hecho de haber sido su jefe y en conocimiento de sus antecedentes, la refuto, pero desde el punto de vista técnico; no de sus títulos.
Seguidamente la ayudante expresa:
¡Pero vos Gómez, no te podés presentar!
¡Estás en psiquiatría!
Mi opositora la apoya, el director se lava las manos, la secretaria me defiende. Era un verdadero desquicio totalmente inconducente.
Se estaba produciendo esta situación, cuando aparece Cayetano, contador público él, con títulos y antecedentes suficientes.
Comienza otra discusión, para dejarlo afuera del concurso. Lo apoyo, él, desde hace mucho tiempo se hallaba dentro de mis conocidos; yo no tenía ninguna posibilidad de concursar.
Lo estaban apabullando, al verme excluido trato de ayudarlo, diciendo que tenía títulos y méritos suficientes, pero me contradecían expresando que no era profesor. En su defensa explico que es profesor en la universidad; que desde hace muchos años por tradición, a los contadores se los denomina doctores al igual que a los abogados y médicos.
En ese momento me retiro y desciendo por las escaleras, encontrándome con el secretario de inspección, persona que tiene puesta la camiseta de la patronal y es absolutamente inconfiable a los intereses de cualquier docente. Explicándole la situación, me da la razón y se expresa en favor de Cayetano.
Lo veo subir la escalera e ingresar a la secretaría. Allí me despierto

viernes, 13 de abril de 2007

5.Auxiliando pacientes (recuerdo)

Era ya muy entrada la noche, suena el timbre de mi casa, todos despertamos. Estábamos habituados, pues, mi padre era médico, y lo era en un pueblo de campo donde era el único.
Bajo a ver quien era, porque, para mi, salir a esos auxilios era toda una aventura. Una persona sumamente preocupada dialoga con mi padre, mientras los observo en la sala de espera, estaba impaciente para pedirle que me lleve. Le preguntó a éste paisano, así estaba vestido, si sabía manejar, porque estaba muy cansado para hacerlo, pero la repuesta fue negativa. Pido permiso para ir; él accede.
Nos subimos los tres al jeep, en aquellos tiempos, el único camino asfaltado era la ruta 205. Comenzamos a rodar y tomamos un camino de tierra. Avanzamos cierto trecho, cambiamos a un camino rural, el cual estaba muy fangoso y continuamente se angostaba, sus costados eran pajonales. El vehículo transitaba de cuneta en cuneta.
Nos encontramos, repentinamente, con una tranquera, la que iluminábamos con nuestras luces, pero detrás de ella no existía siquiera un sendero. A un costado nos esperaba una chata de lechero, tirada por dos caballos. Mi padre deja allí su jeep, me dice que debo quedarme a esperarlo allí, se sube a la chata, escucho los cascos de los caballos y los veo perderse en la obscuridad, muy al fondo del campo se observaba una pequeña luz de farol, para ese lugar se iban.
Yo en tanto me aburría, tenía por costumbre, pasar mis piernas por el volante, y bambolearme en él, si se olvidaba las llaves puestas lo arrancaba y lo paraba; si estaba en cambio terminaba en el fondo de una zanja.
La espera se hacía larga, las estrellas desaparecían, comenzaba al amanecer. Hacía mucho frío.
Ahora había alambrados, vacas, pasturas; campo bruto. De allí llega de vuelta toda la comitiva.
El gaucho no encontraba la forma de expresar su profundo agradecimiento. Saludos mediante emprendimos el regreso, mientras yo pensaba si nos mandaría una gallina, unos huevos u otra cosa, pues así era al costumbre.
Al llegar a casa me mandan a dormir, mi padre cambia el jeep por el auto y de allí se va a la clínica. Me despide y comienza su día, pero esa es otra historia.

martes, 3 de abril de 2007

4.Mi pueblo Tristán Suárez (recuerdo)

Entre fines de la década del `50 y principios de la del `60 yo vivía allí.
Era un lugar de vascos lecheros, con sus boinas blancas, negras, tejidas; multicolores. Siempre en camisa con un chaleco aunque el frío fuera intenso. Además estaban los paisanos tamberos de botas, bombachas y sombrero de ala ancha. Por otro lado había quinteros, portugueses; japoneses.
Existía una usina láctea donde mandaban sus productos, de allí se obtenía una afamada ricota; una muy buena muzzarela y un postre llamado "Tarantela". Los quinteros enviaban sus productos al mercado.
A mi me gustaba ver el tren lechero por las tardes, bajando cientos de tarros; cada vez que pasaba un rápido con su locomotora a vapor me encantaba su estrépito y el vibrar de toda la tierra.
Frente de mi casa estaba la panadería de Porota, con el mejor pan y la mejor galleta, cocinada en horno a leña. Todas las mañanas se la escuchaba putear a toda voz, contra algunos de sus clientes, porque éstos con sus caballos le bosteaban toda su vereda. Pero no había solución, la gente venía del campo a caballo o en carro; allí existía un palenque para atar sus riendas y los animales debían esperar.
En la esquina existía una farmacia, yo me podía introducir en la parte de atrás, y observar altas estanterías, con recipientes de vidrio y de cerámica con balanzas e infinidad de cosas, éste hombre me parecía un genio, de todo aquello podía hacer remedios para curarnos.
Las chicas me parecían lo mas lindo que existía, eran mucho mas grandes que yo: Susana y Nora mis vecinas, las hijas de Nano el carnicero, la hermana de Claudia Balle, Marta la ahora directora de un colegio, Francisca, las hermanas Verasain que vivían frente al club Sportivo.
Por las tardes se organizaban partidos detrás de las vías, el dueño de la número cinco, era el más esperado. Horacio y yo, los más chicos, siempre nos tocaba el arco.
Durante el verano, teníamos una pileta, que se llamaba "La gallina verde", luego del almuerzo pasaba una villalonga, tirada por un caballo, y recogía de seis a ocho personas en su recorrida por el pueblo, en el trayecto estábamos dentro de una nube de tierra, hasta llegar y zambullirnos en el agua.
A la tardecita, me metía en cualquier casa, pues todas las puertas estaban abiertas. Tomaba la leche y luego solía jugar con sus ocupantes :a la casita robada, al ludo o al dominó, aún no sabía leer ni escribir.
Los sábados íbamos a ver jugar a Tristán Suárez, algunos espectadores se estacionaban dentro del club, otros lo hacían parados todos se conocían, también los jugadores eran hijos de la zona.
En la entrada estaba el gordo Zambucho que vendía los boletos y controlaba el ingreso, a los pibes nos dejaba entrar y salir cuantas veces quiséramos, para nosotros comernos un sandwich de chorizo con coca era toda una satisfacción.
Hoy el pueblo es una ciudad, las quintas y tambos son country club, la Tarantela es un supermercado, sólo pasa algún tren carguero y los locales, las panaderías son eléctricas,los remedios los fabrican los laboratorios y los farmacéuticos son vendedores, la canchita parece un asentamiento, la pileta no existe, las chicas son grandes y en casos abuelas, las casas están enrejadas y cerradas con cien candados, el club de fútbol es profesional.
No se puede buscar lo que se dejó hace tantos años, pues no lo vamos a encontrar. Pero si podemos tener memoria de que alguna vez se vivió un estado de bienestar, aunque al ser los protagonistas de ello no nos hallamos dado cuenta y por error, omisión o malicia lo hallamos destruido

3.Por primera vez el mar , Mar del Plata(recuerdo)

No tenía mas de cuatro o cinco años. Llegamos a Mar del Plata por la noche, había en la plaza un enorme pino lleno de guirnaldas de colores. Se veían edificios altos con sus balcones iluminados; algunas personas se asomaban a sus barandas.
Estacionamos en la puerta del departamento, que quedaba en el centro de la ciudad.
Subimos por el ascensor, lo que para mi era una novedad, ya que solo lo había hecho en edificios públicos que eran mas grandes. Al llegar a la puerta de entrada con mi padre y mi madre escucho:
¡Este será nuestro lugar para pasar las vacaciones!
Cuando ingresamos siento el olor a muebles nuevos, veo una gran alfombra; el sonido de la heladera. Me acuesto a dormir en un diván cama, lo que para mi era toda una novedad, por el balcón entran infinidad de ruidos de automóviles, que frenan de golpe y aceleran.
En la mañana siguiente me despierta el voceo de un verdulero, que tenía un puesto de madera anaranjado en la calle. Salimos a hacer las compras.
Subimos al auto, un Dodge negro, para dirigirnos hacia la playa. Tomamos la avenida Colón, era una cuesta arriba, que podía llevarnos hasta el cielo, que se veía, celeste impecable con algunas nubes asemejando bollos de algodón. A nuestros lados había muchísimos departamentos de todos colores, que me parecía salían de la tierra como los álamos, en los baldíos, cantidades de obreros, como hormigas, construían nuevos edificios.
Llegamos a la playa, mi padre me toma de la mano, y me dice:
¡Tonito, vamos al mar!
Así lo hicimos. De frente a una inmensidad entre azul y verdosa, con lineas blancas de espuma muy cerca nuestro; nosotros parados sobre la arena donde termina la resaca y el agua ni siquiera tapa nuestros pies.
Mi padre me dice:
¡Querés ver como se mueve el mundo!
Señala la nubes, veo desplazarlas, muy rápido.
¡Pero yo estaba parado!
Luego señala mis pies.
¡Mirá vos estás en el mismo lugar, pero la arena se corre alrededor tuyo!
Muy sorprendido, creí que me habían mostrado un gran descubrimiento.
Después de ésto me lleva en brazos y nos sumergimos en las olas.
Esta experiencia me llevó a conocer cosas inconmensurables como: el mar, el horizonte, el cielo,
a preguntarme ¿Cómo es que se mantienen en pié esos edificios?, ¿Cómo existen lugares tan distintos a los que yo vivía?
Las respuestas las tuve luego de transcurridos muchos años en mi vida.

jueves, 29 de marzo de 2007

2.El paisaje

Me hallaba pedaleando una antigua bicicleta negra, en pleno verano, sobre un camino asfaltado, rodeado de arboledas verdes donde se destacaban los eucaliptos. Venía desde Bahía Blanca, donde había llegado en tren y desde allí a Neuquén, quería ir a San Martín de Los Andes.
Luego de una impresionante cuesta abajo, donde me dejé llevar por el impulso, aproveché para retomar la subida donde al final tuve que hacer mucha fuerza para terminar la remontada hasta la cima. Tenía zapatos, pantalón gris y saco azul de paño, el sudor corría por el interior de la camisa, estaba realmente cansado. Elevo mi mirada al cielo, contemplo el movimiento de algunas nubes sobre un fondo absolutamente celeste, el sol implacable golpeaba mi rostro, afortunadamente no había viento.
Al llegar a lo mas alto, cambia el paisaje del verde al del desierto con su arenilla flotando impulsada por la brisa, los rollos de piquillín llendo todos en procesión, el gris del desierto contrastaba contra algunos pajonales verdes o secos y amarillentas ramas trashumantes. Por el fondo cerca del horizonte desértico, rodeado de blancas, negras y verdes montañas, resaltaba una construcción que se asemejaba a un galpón a la vera de la ruta. Paredes blancas, techo de chapa que reflejaba los rayos solares cual espejo. La sed me consumía, allí estaba mi ayuda.
Al acercarme comprendo que era una escuela rural.
¡En medio de la nada!
Me paro en la puerta, llamo; atiende una maestra de no mas de veinticinco años, cabello lacio y obscuro, impecable guardapolvo blanco y zapatos negros con pequeña plataforma.
¡Sepa usted disculparme, estamos en clase!
¡Solo necesito un vaso con agua!
¡Adelante!
La escuela era una sola habitación llena de niños y de adolescentes, los que provocaban un enorme ruido.
Se identificaban tres grupos: los niños con la maestra, muy ruidosos, adolescentes menores con un profesor vestido de ambo con saco marrón espigado; adolescentes mayores con otro profesor de traje azul.
Los niños, parecían concurrir a jugar; los adolescentes a dar excusas de porque no sabían nada de lo que se estaba tratando, aún de obiedades.
Me identifiqué como colega de ellos en la provincia de Buenos Aires; en tono de justificación y sin mediar pregunta, expresaron con tono de resignación:
¡Es lo que hay!
Luego de esto me desmallo o me duermo; aparezco viajando en una estanciera, los profesores adelante; la maestra y yo atrás. Sobresaltado dialogo con la maestra:
¿Dónde vamos? , ¿ Y mi bicicleta?
¡Está atrás, vamos para la capital!
Veo a los lados rastrojos de trigo entre dorados y grisáceos, todos rodeados por sus alambrados. Al costado del camino un enorme edificio de ladrillos, era un SPA. Me comentan que impulsará la región, y pregunto:
¿Con eso solo?
A la derecha se observaba un enorme desierto, cubierto de interminables viñedos, un poco mas allá una bodega.
Allí se harían degustaciones y se produciría un vino autóctono, regado por ese sol inacabable.
Seguidamente me dormí en la camioneta y desperté en mi cama.

martes, 27 de marzo de 2007

1.La psicoanalista

En una habitación que se hallaba en semi penumbras estábamos, Pame, mi analista y yo.
Ella se hallaba de pie en el centro del cuarto, iluminada desde arriba, exactamente sobre su cabeza, lo que hacía, que su sombra se proyectara en el piso de madera obscura, con una forma circular; asimismo, su barba bajo el mentón, que siempre trataba de ocultar en su vida cotidiana, se hallaba cubierta por su propia sombra. Las paredes del cuarto eran negras, no tenía puertas y estaba bañado con una tenue luz azul.
En un rincón me hallaba yo observándola, repentinamente comienza a quitarse su ropa, pero en forma pausada, sabe de mi presencia, me escudriña por detrás de sus lentes, que no se saca ni aún cuando se baña. Pues estando detrás de ellos se siente segura ocultándose de lo que supone son sus defectos y sus problemas. Comienza por su blusa marrón escotada, quiere mostrar que se fue de vacaciones al mar y en lugar de tener el color blanco habitual, como las sábanas de mi abuela, lucirse con su hermoso bronceado, continúa con sus pantalones a cuadritos, su chalina que no se saca ni aún cuando hace calor, ésta también le ayuda a disimular su mentón; por último las sandalias rojas.
Veo su obesidad exsultante por todas partes.
Al quitarse la blusa, todo un rollo de carne y adiposidad, cae sobre su cinturón ocultándolo, hasta llegar a su pantalón.
Al hacer lo mismo con su pantalón caen sus nalgas y sus muslos parecen globos a medio inflar.
Cuando hace lo propio con el calzado sus estatura disminuye enormemente, como si bajara de un banquito.
Luego de todo esto todavía permanece con sus lentes puestos, parece que formaran parte de su cuerpo o de su persona.
Cuando se quita el corpiño, sus senos le llegan al ombligo; sus pezones se encuentran hundidos. Aquellos saltan de su cuerpo, como si se lanzaran desde un trampolín.
Su bombacha, la que aún tenía puesta, estaba cubierta parcialmente por sus adiposidades.
Esta era idéntica a la de una compañera mía de colegio secundario, elefantitos anaranjados sobre un fondo celeste. Pero en esta ocasión se hallaban sobre un muñeco de fango que se derretía y no sobre una escultura adolescente de quince años, que le quedaba toda la vida por delante.
En cierto instante; mientras se sacaba su bombacha; cuando intentaba inclinarse para deslizarla por sus tobillos, me dice:
¡Vení, acercate!
Me da un ataque de impotencia; por los meses transcurridos con ella, con tantas expectativas y sesiones a cuestas. Contesto:
¡Vos, no estás para ésto!
Allí me despierto y aparezco en mi cama.

viernes, 23 de marzo de 2007

Prólogo

Hace aproximadamente tres años fui brutalmente agredido, en circunstancias imprevisibles. Desde entonces tengo ayuda psiquiátrica y psicológica.
Entre los cambios que he tenido en mi vida, los mas destacados son: el consumo de psicotrópicos, lo que nunca había hecho antes, la remembranza de hechos que desde mi niñez hasta aquí, han vuelto con total claridad al presente; la vivencia de sueños cuando estoy durmiendo.
Este espacio se dedicará a contar los sueños, que desde que debo tomar drogas se parecen casi a la realidad; los recuerdos mas y mas lejanos que vienen a mi mente como si los hubiera vivido hace pocos instantes.
El motivo del título es que antes de acostarme a dormir por la noche, debo tomar: 5 mg de valium y 1 mg de rivotril.
Dedico este trabajo a: Lidia, María, Rafael, Pamela, Claudina y Soledad.